Fue a un club náutico llamado San Isidoro, uno de esos clubes en que se juega al golf para entretener la impotencia del marido y al tennis, para mantener en forma al amante. Lo habían invitado para aquel party a bordo en la curiosidad de circo, de conocer ese hombre famoso ya en su fortuna y sus amores. Se murmuraba de él, se creaban mitos y degeneraciones, se le atribuían orgías fantásticas en que las mujeres dopadas eran bestializadas en misas negras.
Y los creaban aquellos que por la ley de la vida habían nacido con la tara de los cornudos. Aquellos que reunían desde su nacimiento los caracteres peculiares de los nacidos como para justificar el engaño, de esos eunucos de alma, tarados por el miedo a la cárcel o del qué dirán. Predestinados a la cornamenta cuando tuvieran la primera hembra...
Intuitivo, aquel señor de la comisión directiva comentó molesto su presencia a bordo: -¡Si pudiera echarle una bolilla negra!- pensó recordando su valentía, amparada en el reglamento.
En la presentación aquel señor haciéndose el distraído, evitó la mano de Ego, que fue compensado con una exhibición de dientes perlados, en la sonrisa acogedora de la esposa.
No era bonita, no era joven, no era rica y sin embargo la antipatía del marido lo llevó hacia ello. Cobrarse el desaire entre las piernas de la mujer.
Mientras que el marido jugaba al bridge en el pequeño salón de popa ellos juntos con otros invitados se tendieron en aquel caluroso atardecer, entregándose a la luz. La había contemplado moverse en la pequeña cubierta, ágil y segura, ondulante como las aguas que velozmente cortaba la afilada proa del barco, y al tercer cocktail conversando a su lado chocan casi sus alientos, se confesó que sería delicioso engañar a aquel señor de aristócrata apellido. El sol no quiso ser testigo del asunto, complicarse en los problemas de los hombres. El frío ahuyentó los compañeros, y el jardinero de la noche se puso a sembrar estrellas en vez de dar un toque de clarín en salvaguardia de la moral.
¡Qué fácil fue la aventurita aquella!
-Yo detesto –le dijo Ego- el match-as-catchcan en el amor. La violencia de los gestos es un síntoma de inferioridad intelectual, es sólo un derecho animal. No creo –agregó- que el amor, siendo un sentimiento pueda tener plazos determinados. Yo la amo a usted como si le hubiera hecho la corte hace años...
El señor del mundo seguía sembrando estrellas, el marido perdiendo renta de la esposa, en cubierta abrigados por una manta sobre aquel colchón mullido ella y él, un hombre complicado y una mujer simple.
El instinto hizo a ese hombre abandonar la mesa de juego en busca de ellos. ¡Qué ridículo habría estado jadeando sobre aquella hembra, cuando percibió al que legalmente tenía más derecho a aquel orificio! Congestionado el rostro a la difusa luz de las farolas; rojo de ira, con el puño en alto avanzó hacia ellos escupiéndoles con voz de sordina: -¡Miserables!... Y dirigiéndose a la mujer le ordenó: ¡Baja! ¡Vete!
Se quedaron ambos sobre cubierta, presto Ego a la defensa, previendo la lucha, arrepentido quizá de haber expuesto la vida en aquella aventura. Sería una dicha digna de la cámara, lástima de no filmarla.
-No lo mato –empezó- porque yo tengo más que perder... No amo a mi mujer y sólo temo al ridículo. Yo soy un hombre moral que vive dentro de una sociedad y la respeta... no como usted que carece de todo concepto de hospitalidad y de señor.
Ego estuvo, pasado el primer momento de temor, a punto de dar rienda suelta a su hilaridad. ¡Pues señor! ¡Claro que carecía de toda moral y carecería mientras viera frente a sí hembra que le agradara, por más esposa que fuera del más calificado de los miembros de la comisión directiva del club náutico San Isidoro o San Benito!
-¡Le prohíbo que divulgue lo acontecido! –rugió iracundo- Mi nombre no puede verse expuesto a un escándalo y menos entremezclado con el suyo...
A Ego se le hizo una niebla en el cerebro. ¡Ah, la aristocracia! Aristocracia de aluvión; con arranques de judíos y torquemadas; aristocracia de nieto de inmigrante, aristocracia con origen de soldadesca que ha perdido todas sus virtudes y conservado todos sus defectos.
-Y sépalo, si nos volviéramos a encontrar, ¡no me salude!... – ordenó alejándose.
Ego, miró su miembro que flácido colgaba fuera de sus pantalones, olvidado en aquella mezcla de emociones. Lo guardó, abrochó su bragueta, limpió su mano en el pañuelo y pensó que más que no haber gozado de esa hembra le dolía el ridículo ante aquel cornudo distinguido.
RAÚL BARÓN BIZA(Fragmento de "PUNTO FINAL")